Eduardo Asquerino Romo

Sanlúcar de Barrameda
Cádiz
Romero Romero, Fernando

            Eduardo Asquerino Romo tenía todas las papeletas para engrosar la extensa relación de militantes de organizaciones de izquierdas que fueron asesinados en Sanlúcar de Barrameda tras el golpe militar del 18 de julio de 1936. Quizás habría acabado en una fosa común, como su hermano Rafael, si no se hubiese ausentado ya de la ciudad cuando el guardia civil Antonio Verdugo Vega se presentó el 18 de diciembre en su domicilio con la orden de detención.

            La trayectoria de Eduardo era bien conocida. Nació en Sanlúcar en 1907 en el seno de una familia «de orden». Su padre, Carlos Asquerino La-Cave, había sido secretario del Ayuntamiento durante veinte años y, aunque estuvo enfrentado con el alcalde de la dictadura, los republicanos y socialistas que accedieron al gobierno municipal en 1931 lo apartaron del cargo porque consideraban que era «el brazo ejecutivo del caciquismo sanluqueño, tanto si mandaban los liberales, como si mandaban los conservadores». Eduardo había trabajado eventualmente en las oficinas municipales desde 1925, ganó una plaza de escribiente en 1927 y ascendió a auxiliar en 1929. Durante la dictadura de Primo de Rivera perteneció a la Unión Patriótica, pero en mayo de 1931 se afilió al partido socialista y en enero de 1932 fue elegido secretario de la organización. Desde que se dio de baja en la agrupación socialista en agosto de ese año estuvo vinculado al republicanismo progresista y en 1936 era militante de la azañista Izquierda Republicana, donde tuvo el cargo de tesorero, y también fue secretario del comité local del Frente Popular.

La persecución

            Como todos los empleados municipales vinculados al Frente Popular, Eduardo fue cesado tras el golpe. Un día de finales de julio le dijeron que se marchase a su casa hasta nueva orden y el 19 de agosto recibió el oficio notificándole la cesantía. También echaron a su hermano Rafael, que fue presidente de la Asociación de Obreros y Empleados Municipales. Inicialmente no recibieron ninguna otra represalia, quizás porque tuvieron la protección del comandante retirado de caballería Francisco Ariza Moscoso, que formó parte de la primera comisión gestora municipal impuesta por los golpistas, estuvo al mando de las milicias sublevadas y desde el 25 de septiembre también fue comandante militar de Sanlúcar. Pero el 17 de noviembre Ariza fue sustituido como comandante militar por Rafael Antón Orejuela. Según Barbadillo, se comentaba que fue cesado por su «falta de energía en la resolución de los procesos», es decir, por falta de mano dura en la represión.

            El guardia Verdugo se incorporó a la Delegación de Orden Público, el brazo represor de la administración golpista, cuando Antón Orejuela se hizo cargo de la Comandancia Militar. Primero fueron por Rafael. Lo llevaron preso al castillo de Santiago y el 15 de diciembre lo asesinaron en la carretera de Sanlúcar al Puerto de Santa María junto a otros cuatro detenidos. A Eduardo también lo tenían enfilado. En la oficina de Verdugo estaban los papeles del comité del Frente Popular, actas de unas reuniones en las que se habían tratado asuntos comprometedores, como cuestiones electorales, la composición de la comisión gestora municipal, el cese o traslado de empleados públicos a quienes se consideraba desleales al régimen republicano o la petición de amnistía para presos sanluqueños. Varios de ellos estaban firmados por Eduardo como secretario del comité. Más que suficiente para que el comandante Antón Orejuela ordenase detenerlo.

Huida a Portugal

            Eduardo no estaba en el domicilio familiar, el número 12 de la calle San Juan, cuando se presentó el guardia Verdugo con la orden de detención. Su hermana, como quitándole importancia al asunto, dijo que «había salido a buscar colocación, por encontrarse aquí aburrido» y que no sabía dónde estaba. Pero su marcha de Sanlúcar, sin el salvoconducto preceptivo, había sido una fuga en toda regla después de que el asesinato de Rafael hiciese saltar la alarma.

            Las circunstancias de la huida están llenas de incógnitas. Lo que ha transmitido su familia es que lo avisaron de que iban a detenerlo, que salió de la casa por el tejado y abandonó Sanlúcar en un coche oficial que lo llevó a Portugal; y quien facilitó la huida fue –siempre según el relato familiar– el comandante Ariza. Según una declaración del propio Eduardo, estuvo en Cádiz, donde gracias a las gestiones de su padre le dieron un pasaporte del Gobierno Civil para salir del país. La documentación no dice cuáles fueron aquellas gestiones. ¿Quién medió para que le concediesen el pasaporte? Pudo ser el mismo Ariza. O quizás acudieron a otro militar, sobrino de Carlos Asquerino La-Cave y primo hermano de Eduardo, a quien más adelante encontraremos intentado evitar que lo encarcelen. Me refiero a Eduardo Aranda Asquerino, que en julio de 1936 estaba destinado como comandante a la Escuela de Tiro de Costa, participó en la sublevación en Cádiz y tras el golpe se hizo cargo transitoriamente de la alcaldía de la ciudad hasta que el 28 de julio la entregó a su suegro, el viejo cacique Ramón de Carranza; una posición que le habría permitido tocar los resortes necesarios para que su primo obtuviese el pasaporte.

            Eduardo Asquerino cruzó la frontera por Ayamonte y durante cerca de dos años vivió en Portugal, desde donde mantuvo comunicación postal con la familia y con su novia, Maruja Fernández Merino. La nota escrita en el dorso de una fotografía tomada en el puerto de Funchal (Madeira) en julio de 1937 indica que su vida en el país vecino no fue fácil: no sabía dónde se hospedaría, ni dónde ni cuándo trabajaría. En otra ocasión les contó que la situación era mala, que se padecía una gran crisis y no vendía nada ni cobraba un céntimo.

Repatriación, detención y condena

            La estancia de Eduardo en Portugal fue totalmente legal, con el pasaporte en regla, y el 24 de diciembre de 1937 se presentó en el Consulado de España en Lisboa para la revista a la que estaba obligado como soldado licenciado. En septiembre de 1938, al saber que su reemplazo había sido movilizado, volvió a presentarse en el Consulado y fue repatriado para su incorporación al ejército rebelde. Las fuentes difieren sobre si la incorporación efectiva se hizo en la Caja de Recluta de Huelva o en la Comandancia de Marina de Sevilla, pero sí sabemos que fue destinado a la 47 Compañía del Regimiento de Infantería Granada nº 6, con acuartelamiento en Sevilla.

            El sanluqueño se equivocó si alguna vez llegó a pensar que el hecho de regresar voluntariamente a España y vestir uniforme militar lo iba a librar de la purga política que aún asolaba la retaguardia sublevada. Los procedimientos habían cambiado, pero la represión no había cesado y se miraban con lupa los antecedentes sociopolíticos de los soldados que se iban incorporando a las unidades rebeldes. El 28 de octubre el delegado de Seguridad Interior y Orden Público de Cádiz y Provincia dio parte al gobernador militar de los antecedentes políticos que le comunicaron desde Sanlúcar. Y de nada sirvió que el teniente coronel Eduardo Aranda Asquerino se presentase en la delegación gaditana exhibiendo el pasaporte con el que su primo salió a Portugal, la acreditación de que en diciembre de 1937 había pasado revista ante el cónsul lisboeta y un certificado de nacionalidad expedido por este en enero de 1938. Ni que insistiese en que se incorporó voluntariamente al ejército cuando su reemplazo fue llamado. De nada valió. A Eduardo se le acusaba de ser «de ideología izquierdista» y de haber tenido una actuación destacada como miembro del comité del Frente Popular de Sanlúcar y Marcelino Rancaño, el jefe de los Servicios de Justicia de la Auditoría de Guerra en Cádiz, ordenó que se instruyese una sumaria para determinar su «responsabilidad delictiva».

            Apenas dos meses necesitó el capitán Juan García Valdecasas, a quien Rancaño encomendó la instrucción del Procedimiento Sumarísimo 170-38, para reunir toda la información que llevaría a Eduardo Asquerino ante el Consejo de Guerra. En realidad podría haber sido mucho más breve, porque todos los hechos de los que finalmente fue considerado culpable –militancia en organizaciones de izquierdas, actividad como secretario del comité del Frente Popular y haber estado concentrado en el ayuntamiento con dirigentes de izquierdas la noche del 18 al 19 de julio– constaban en los documentos de Orden Público que tenía sobre su mesa desde el mismo día que le asignaron la instrucción. Los informes de la Guardia Civil, del Ayuntamiento y de Falange no hacían más que repetir lo que decían los papeles de Orden Público. El de Falange añadió que durante la República fue presidente de la sociedad recreativa Círculo de Artesanos y sugirió que había intentado politizarla, pero las declaraciones del conserje y de quienes componían su junta directiva en diciembre de 1938 no permitieron corroborarlo. Tampoco añadieron nada sustancial la declaración del guardia Verdugo, ni la del secretario del Ayuntamiento. El instructor también citó a Francisco García Romero, un campesino de La Jara que dio alguna información sobre Asquerino cuando en 1936 lo interrogaron en la Delegación de Orden Público, pero lo único que dijo esta vez es que los cargos en Izquierda Republicana los desempeñó «obligado por el partido y sus amistades y que su actuación política en el partido no fue activa, sin señalarse en ningún sentido».

            Cuando fue interrogado por García Valdecasas, Eduardo, que había sido detenido en Sevilla el 21 de noviembre y desde el 1 de diciembre estaba preso en el gaditano castillo de Santa Catalina, tuvo que dar explicaciones de su militancia política y de por qué permaneció en el ayuntamiento la noche del 18 al 19 de julio de 1936 –el reglamento del personal administrativo disponía que los empleados debían permanecer en las dependencias municipales en caso de alteración del orden público–; no pudo negar que había asistido como secretario a las reuniones del comité del Frente Popular, pero trató de minimizarlo diciendo que a veces firmaba los documentos que el presidente le ponía por delante sin ni siquiera leerlos; y fue incapaz de recordar si en abril de 1936 propuso al comité la convocatoria de una concentración de todas las organizaciones del Frente Popular para celebrar en camaradería el quinto aniversario de la proclamación de la República y brindar «con una copa de manzanilla por el triunfo de la justicia y de la libertad, que es lo mismo que brindar por nuestra República». Acciones que antes del 18 de julio eran legales, incluso un inofensivo brindis, tenían ahora que ser negadas, ocultadas o distorsionadas con las justificaciones más peregrinas para evitar represalias por ellas.

            El juicio se celebró en Cádiz el 17 de enero de 1939. Uno más de tantos casos de la llamada «justicia al revés» o «justicia invertida»: los leales acusados de rebelión, juzgados y condenados por quienes en julio de 1936 se habían rebelado contra la legalidad establecida. El Consejo de Guerra, presidido por el comandante de infantería Rafael López Alba, lo condenó a reclusión perpetua –treinta años– por delito de adhesión a la rebelión. Esa es la calificación que recibieron el haber ocupado puestos de responsabilidad en la Agrupación Socialista e Izquierda Republicana, haber firmado «acuerdos de persecución a personas de orden y elementos no afectos a la causa frente populista» y permanecer la noche del 18 de julio «en contacto con el alcalde y elementos del Frente Popular que trataban de oponerse al Glorioso Movimiento Nacional». No parece que le hubiese servido de mucho el parentesco con el teniente coronel Aranda, porque otros ciudadanos acusados de hechos similares a los que se le atribuían fueron sentenciados a penas inferiores o incluso quedaron absueltos. La arbitrariedad de la justicia militar rebelde no tenía límites. En cualquier caso, Eduardo Asquerino podía considerarse afortunado al lado de quienes en la primavera de 1936 se sentaron con él en el comité del Frente Popular sanluqueño.

Procedimiento Sumarísimo 982-39 contra los miembros del comité del Frente Popular

            De la suerte que corrieron los demás miembros del comité del Frente Popular de Sanlúcar da fe el Procedimiento Sumarísimo 982-39, que se instruyó a raíz del 170-38. Atendiendo a la petición del fiscal Emilio María Cano de Castro, el Consejo de Guerra dispuso que se incoase un nuevo procedimiento contra quienes constaban en los documentos del comité del Frente Popular como autores de idénticos hechos por los que había sido juzgado Eduardo Asquerino. Se trataba de otros cinco miembros del comité: José Ramón Antolino Fernández (presidente, de Unión Republicana), Manuel Barrios Bernal (tesorero, de Izquierda Republicana), Francisco Gallego Lozano (vocal, socialista), Antonio Arocha Romero y Arturo Jiménez Fernández (vocal, socialista).

            El procedimiento no se asignó a un juez instructor militar hasta noviembre de 1939. El teniente jurídico Federico Pessini Abarrategui solicitó los informes rutinarios de antecedentes al Ayuntamiento, a Falange y a la Guardia Civil. Los del Ayuntamiento calificaban a todos los encartados como elementos destacados o activistas de izquierdas y del Frente Popular e informaban de que todos habían estado detenidos en depósito municipal o en el castillo de Santiago, pero se desconocía su actual paradero. El único que no había estado detenido era Arturo Jiménez, que el 19 de julio de 1936 se marchó hacia El Puerto de Santa María «sin que desde entonces se conozca su paradero».

            Los informes del delegado de Investigación de Falange eran más detallados y, citando como fuente documentos municipales y de la Delegación de Orden Público de la Comandancia Militar, indicaban que todos ellos habían participado en la resistencia contra el golpe. José Ramón Antolino fue nombrado el 18 de julio guardia cívico con autorización para usar armas y estuvo toda la noche concentrado en el ayuntamiento, donde se encargó de atender un aparato de radio. También estuvieron en la casa consistorial Arturo Jiménez y Antonio Arocha. Al primero, militar retirado, lo vieron recorriendo las calles vestido de uniforme y mezclado con las «turbas» antes de marcharse hacia El Puerto de Santa María. Arocha repartió proclamas contra el golpe la mañana del 19 y fue en coche a Bonanza para recoger a los carabineros, a quienes se suponía leales al Gobierno. De Manuel Barrios se sospechaba que había disparado desde su domicilio contra las fuerzas rebeldes y el socialista Francisco Gallego, a quien habían visto recogiendo armas, resultó herido en una escaramuza con la Guardia Civil. Y los informes concluían diciendo que los cinco habían sido asesinados. A los cuatro que se quedaron en Sanlúcar les fue «aplicado el bando de guerra en su máximo rigor» y Arturo Jiménez «murió en El Puerto de Santa María con motivo de refriegas con la fuerza pública durante el movimiento».

            La Guardia Civil confirmó la muerte de los cinco. De Arturo Jiménez dijo que «según rumor le fue aplicado el bando de guerra» en El Puerto de Santa María. Para los otros cuatro prefirió utilizar una fórmula que ocultaba más la realidad: «al ser conducidos desde esta localidad al Penal del Puerto de Santa María, trataron de fugarse y agredir a la fuerza conductora, por lo que hubo necesidad de aplicarles la sanción correspondiente que determina la Ley de Fugas». Un intento de fuga podría ser creíble, pero cuatro no lo son y lo que nos indican el registro de presos del castillo de Santiago y las notas de Barbadillo es que salieron en fechas diferentes, en cuatro sacas realizadas entre el 19 de agosto y el 17 de diciembre de 1936. Respecto al lugar donde pudieran estar enterrados, el comandante de puesto decía que las gestiones realizadas por la fuerza bajo su mando no habían dado resultado favorable y que, en caso de averiguarse algo, lo notificaría al juzgado militar.

            Solo Manuel Barrios y Francisco Gallego constaban como fallecidos en el registro civil, pero ni el juez instructor ni el Consejo de Guerra Permanente de Cádiz tuvieron dudas de que todos estaban muertos y la causa se sobreseyó por fallecimiento de los encartados. De todos los miembros del comité del Frente Popular de Sanlúcar, Eduardo Asquerino era el único que había sobrevivido a la represión de 1936.

Liberación y rehabilitación

            Eduardo continuaba preso en el castillo de Santa Catalina cuando le comunicaron la sentencia firme el 7 de febrero de 1939. Desde allí lo trasladaron el día 28 a la prisión provincial de Cádiz y, por último, el 16 de abril al penal de El Puerto de Santa María. El horizonte era desolador: la condena no quedaría cumplida hasta el 12 de noviembre de 1968. Además, mientras estuvo encarcelado en El Puerto fue expedientado por el Juzgado Instructor de Responsabilidades Políticas de Cádiz. Su hermana Elisa –el padre había fallecido en 1937– removió Roma con Santiago para sacarlo de la cárcel. Hizo gestiones en el Gobierno Civil, viajó a Madrid y en noviembre de 1939 dirigió al Ministerio de Justicia una instancia en la que trataba de justificar que Eduardo no merecía la condena que le habían impuesto y que los hechos delictivos que la sentencia consideraba probados no eran tales. Comenzaba diciendo que el fallo del tribunal era «hijo de un grave error –explicable por la celeridad con que fue preciso tramitar los consejos de guerra, que dificultaba la aportación de pruebas por parte del procesado–, de tan funestas consecuencias que implica la muerte civil de un hombre en plena juventud» y terminaba aseverando que ninguno de los hechos por lo que había sido condenado estaba incluido como delito en el Código de Justicia Militar ni en el bando de guerra, sino, a lo sumo, en la recién promulgada Ley de Responsabilidades Políticas.

            Lo que permitió que Eduardo saliese de la cárcel cuando aún no había cumplido tres años de condena fue la política de revisión de penas y libertad condicional que se puso en marcha en 1940 para descongestionar la saturación carcelaria. La revisión de penas pretendía corregir la irregularidad de que los tribunales militares habían impuesto penas dispares para hechos similares. La instancia de Elisa llegó a la Comisión Provincial de Examen de Penas de Cádiz, pero no debió de servir de nada –al menos técnicamente– porque en el proceso de revisión no se cuestionaba la veracidad de los hechos que las sentencias consideraban probados. En agosto de 1940 la Comisión Provincial propuso que la pena de Eduardo fuese reducida a nueve años y en mayo de 1941, a propuesta de la Comisión Central, el ministro del Ejército la redujo a seis.

            La conmutación, unida a la ley de 1 de abril de 1941 que autorizaba la liberación de quienes habían sido condenados a penas de hasta 12 años, permitió que Eduardo saliese del penal de El Puerto el 12 de agosto de ese año, antes de conocerse la resolución ministerial firme. La libertad condicional se le concedió inicialmente con la limitación del destierro a 250 kilómetros de Sanlúcar hasta que tuviese cumplida la mitad de la condena y una nota en el expediente penitenciario indica que se establecería en Madrid, pero luego se añadió que se le autorizaba a residir en Sevilla, en el nº 4 de Sales y Ferré. Desde esta dirección, domicilio de su prima hermana Peregrina Araiz Asquerino, remitió el 1 de septiembre al director de la cárcel portuense una carta en la que informaba de que aún no se había colocado, pero estaba «haciendo gestiones para obtener un empleo en cualquier oficina particular», y donde también le agradecía que hubiese accedido al ruego que le hicieron sus familiares el día de la excarcelación (debía de referirse a la autorización para residir en Sevilla) y «las atenciones recibidas de Vd. durante mi permanencia en esa».

            Dos meses después le levantaron el destierro y pudo regresar a Sanlúcar, pero su vida ya nunca volvería a ser la misma que antes del golpe militar. Faltaban el hermano y los compañeros asesinados. También el padre, que había fallecido mientras él estuvo refugiado en Portugal. En Sanlúcar se casó con Maruja y tuvo una hija a la que llamaron María Joaquina. Y tuvo que reiniciar la vida profesional: gracias a su hermana Elisa consiguió un empleo en la bodega Arboledilla, después trabajó como representante comercial de González Byass y, finalmente, como administrativo y cajero en las oficinas de la bodega en Jerez de la Frontera.

            En 1977, recién salido el país de la dictadura y cuando estaba a punto de cumplir los setenta años, Eduardo comenzó a valorar la posibilidad de solicitar el reingreso en la plantilla del Ayuntamiento de Sanlúcar y el 21 de julio de 1978 la Comisión Permanente aprobó su petición de reincorporación y jubilación simultánea, que conllevó el reconocimiento como tiempo de servicio, a efectos de percepción de pensión, de los 42 años que estuvo cesado. Falleció en Sanlúcar 1 de diciembre de 1991, seis meses antes de que el Tribunal Militar Territorial Segundo acordase concederle la amnistía por los «delitos» políticos por los que lo condenó la justicia militar franquista. Su rehabilitación pública, en el plano de lo simbólico, culminaría el 29 de enero de 2013 con la colocación en la biblioteca municipal sanluqueña, antigua casa consistorial, de un azulejo en homenaje a los empleados municipales asesinados y represaliados por su defensa de la legalidad republicana.

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA: ● ARCHIVO DEL TRIBUNAL MILITAR TERRITORIAL SEGUNDO, Sevilla, Sumarísimos, leg. 1184, docs. 30371 y 30377. ● ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE CÁDIZ, Cárcel del Puerto de Santa María, caja 29326, expte. 20. ● ARCHIVO MUNICIPAL DE SEVILLA, Padrón de habitantes de 1945 (Sig. M-11). ● ARCHIVO FAMILIAR VÁZQUEZ ASQUERINO: Correspondencia y fotografías de Eduardo Asquerino Romo. ● Testimonios de María Joaquina Asquerino Fernández y Carmen Mora recogidos por Miguel Ángel y Antonio José Vázquez Asquerino ● M. BARBADILLO RODRÍGUEZ: Excidio. La Guerra Civil en España. Notas al vuelo de lo acontecido en Sanlúcar de Barrameda. Sanlúcar de Barrameda, 2002. ● J. L. GUTIÉRREZ MOLINA: «Anarcosindicalismo y golpe de Estado en el Bajo Guadalquivir: El caso de Sanlúcar de Barrameda», Orto. Revista cultural de ideas ácratas, nº 157-158, abril-septiembre 2010, pp. 29-37. ● J. A. VIEJO FERNÁNDEZ: La Segunda República en Sanlúcar de Barrameda (1931-1936), Asociación Sanluqueña de Encuentros con la Historia y el Arte, 2011.