Juan Blas De la Corte Gómez

El Cerro de Andévalo
Huelva

El Cerro de Andévalo (Huelva), 1914 – Cantonnay (Francia), 1999

El Cerro de Andévalo ubicado entre la campiña y la sierra es un pueblo eminentemente minero, con la presencia efectiva de unos pocos terratenientes que detentaban los signos de la distinción social. Las organizaciones obreras, como en el resto de la cuenca minera onubense, habían logrado un alto grado de articulación social entre la población trabajadora. En este contexto crece Juan Blas, en el seno de una familia minera y en un pueblo que acoge con ilusión la etapa republicana, dotándose de gobiernos de izquierdas.

El golpe fascista del 18 julio de 1936 que analiza Francisco Espinosa en su libro La guerra civil en Huelva, da lugar, un día después, a la creación en El Cerro del Comité de Defensa conformado por miembros del partido socialista, comunista, sindicalista y de la CNT. A la vez se declara la huelga general, se crean las milicias para defender las instituciones republicanas de las que forma parte Juan Blas y se constituyen comisiones de abastecimiento, reparto y requisamiento. En el mes que dura esta experiencia se produce un enfrentamiento con la guardia civil que se niega, pese a los reiterados intentos, a deponer las armas, dejando un saldo de cuatro agentes muertos. El 21 de agosto una columna procedente de Valverde del Camino compuesta por artillería, intendencia, guardias civiles, falangistas y requetés entra en el pueblo iniciándose una terrible y cruenta represión. El investigador cerreño Francisco Javier González Tornero que estudia los pormenores de la represión franquista en El Cerro de Andévalo cifra en 192 el número de víctimas mortales entre la población adherida a la causa republicana.

González Tornero, nos proporciona, además, los datos para aproximarnos a la extraordinaria biografía de Juan Blas de la Corte, un joven con las inquietudes políticas y los anhelos sociales de su tiempo que vive los grandes dramas del siglo XX: la guerra civil española, el exilio, los campos de refugiados franceses, la segunda guerra mundial, la deportación, los campos de exterminio nazis, la liberación y nuevamente el exilio hasta el final de sus días. La odisea vivida por Juan Blas de la Corte es la historia, en grandes, medianos y pequeños trazos, de los republicanos andaluces que dieron con sus huesos en el brutal sistema concentracionario nazi.

Juan Blas parte hacia la sierra en compañía de un centenar de paisanos antes de que las fuerzas sublevadas entren en el pueblo. Permanece como huido hasta octubre de 1937 cuando consigue cruzar hacia zona republicana por la parte de Pozoblanco en Córdoba. Llega a Barcelona y se alista en el XIV Cuerpo del Ejército de Guerrilleros de la República, 239 Brigada, comandada por el comunista José Perelló Cárcel. Este Cuerpo aglutinó a muchos de los huidos de Andalucía y Extremadura, vinculándolos con el ejército republicano. Actuaban en campo enemigo y su misión era entorpecer las maniobras de los rebeldes, obtener información, atacar sus comunicaciones, dificultar su avituallamiento, labores de propaganda, sabotajes, golpes de mano a bases enemigas, secuestros, liberación o canjes de prisioneros… Su periplo como combatiente lo lleva por diversos frentes: Teruel (Seminario), Granada (Sierra Nevada), la Batalla del Ebro, la del Segre y, por último, la batalla de Lérida en el invierno de 1939 antes de cruzar la frontera camino del exilio.

A partir de esta fecha y hasta la liberación del campo de Mauthausen contamos con el impresionante testimonio que deja grabado el propio Juan Blas que sigue las indicaciones de un gran admirador: su hijo Jean Pierre de la Corte. El testimonio cuenta con la valía adicional de que está recitado para ser escuchado más allá del ámbito familiar. Juan Blas quiso que sus palabras no se borraran en la historia y con ellas todo el sufrimiento de tantos compañeros víctimas de la ignominia nazi. Su paisano González Tornero transcribe el testimonio para ser reproducido en el periódico “La Villa de El Cerro” entre los números 19 (noviembre de 2001) y 23 (enero de 2002).

Francia recibe de forma humillante a cientos de miles de españoles, civiles y militares, en los campos para refugiados del Rosellón. Tras un tiempo, las autoridades francesas ofrecen diversas alternativas a los soldados que habían luchado por la República en España. Juan Blas opta por el alistamiento en la Legión Extranjera para combatir a la Alemania de Hitler:

“Llegamos a la frontera el día 8 de febrero de 1939. Ésta estaba guardada por los gendarmes, policía francesa, y los negros, o sea, los senegaleses. De allí nos llevaron a Saint Cyprien, Barcarès, Argelès y Vernet d’Ariège, campos que había de refugiados, refugiados que estábamos como presos. Pero en fin, pudimos escaparnos de ésa.

En 1939, el gobierno francés nos puso tres caminos al ver la guerra con Alemania: El primero era la frontera dirección de Franco; el segundo, compañías de trabajo; y por último la legión. Como conocíamos a los alemanes de la guerra de España, con tres o cuatro camaradas amigos, me enganché a la legión. Y estuvimos unos meses muy bien. Pero dos ó tres meses después nos llevaron a los frentes. Estuvimos en los frentes, cerca de la frontera de Bélgica en un pueblecito de La Somme. Allí estuvimos hasta el 6 de junio de 1940. Ese día toda la tropa francesa estaba cercada y nos hicieron prisioneros de guerra a todos. No sé la cantidad exacta de soldados pero rondaba el millón y medio, la mayor parte del ejército francés.”

Su próximo destino serían los campos alemanes de prisioneros que albergaron en pocos meses a cientos de miles de personas de diversas nacionalidades. Juan Blas recala en el Stalag I-B Hohenstein en la Prusia Oriental en condición de prisionero de guerra, realizando labores agrícolas durante varios meses:

Nos cogieron y a pie recorrimos hasta la frontera con Bélgica. Toda la Bélgica a pie hasta lo último de este país, que fue cuando nos metieron en un tren con dirección a Alemania. Llegamos a un campo de prisioneros de guerra, no había nada, ni barracas, ni para comer ni beber. Dos días después de estar en ese campo, por los micros nos llamaban a esos que quisieran trabajar en la agricultura. Yo no conocía nada de la agricultura pero uno de los amigos la conocía bien. Y éste amigo dijo: «Salimos y a lo mejor llegamos a la misma casa, ya te acostumbrarás» Salimos cuatro amigos, todos españoles, y en la última línea había un español que era de El Cerro de Andévalo, estaba siempre conmigo. Los alemanes nos pusieron en fila y cogieron a 15 ó 20 y entre mi amigo de El Cerro y yo, cortaron la línea los alemanes. Este amigo se llama Miguel Fortes López y salió con otro grupo a trabajar. Tuvo la suerte de no estar deportado. Estuvo bien en la casa de campo del agricultor y como no conocía ni el francés ni el alemán, pudo escaparse.

Salí en un grupo de agricultores, llegamos a una casa de campo a trabajar; dos en una casa, otros en otra y tres en otra. El pueblecito era muy pequeño y allí estuvimos repartidos de esa forma. Yo caí en una casa. Para empezar me jodía un poco pero después me cogieron una amistad muy buena y estuve siete meses muy bien.”

En ese tiempo, la Gestapo interviene llevando a cabo un registro pormenorizado de los presos españoles con la intención de despojarlos de su condición de prisioneros de guerra. Fueron catalogados como rotspanien (rojos españoles) y una vez que el nuevo Estado franquista se desentendió de ellos, como apátridas. Se inicia así el traumático camino de la deportación a los campos de exterminio nazis. Juan es trasladado el 28 de mayo de 1941 a Mauthausen. Allí pierde el nombre y se le adjudica un número de identificación: el 5015. Comienza un nuevo infierno cuando apenas contaba con 27 años de edad:

“Después, la Gestapo recogía a todos los españoles, diciéndonos engaños. Estas eran las palabras que nos decían: «Todos los españoles vais en dirección de España, debido a que Franco es un gran amigo de Hitler y libera a todos los españoles prisioneros de guerra que se encuentran en Alemania» Engaños, todos engaños, nos llevaron en el tren, dirección de Mauthausen, un campo de deportados, de concentración y de muerte.

Pues llegamos a ese campo, y enseguida nos pusieron desnudos y hubo una desinfección, nos pelaron de arriba abajo hasta los cojones y nos pusieron un pequeño traje, un pantalón y una chaqueta de rayas. Y el día después a trabajar, claro.

A mí me cogieron con un grupo que había de 200 ó 250 que iban a trabajar a la cantera. Para llegar a ella había que bajar 180 escalones de piedra. Allí estuve seguramente una semana o una semana y media, 10 ó 12 días. Y por la noche cuando llegamos al campo, estaban organizando un grupo para ir a trabajar en un kommando, un grupo de trabajo fuera de la cantera. Y me cogieron a mí también. Y me marché con ellos, claro, no tenía otro medio y fuimos a un kommando que le decían Bretstein, era en los Alpes de Alemania, montañas de nieve, muy grandes, y allí estuvimos haciendo una casa y una carretera. Estuvimos cerca de un año. Cuando se terminó la carretera y la casa de campo donde yo trabajaba como albañil, nos organizaron otra vez y nos llevaron a un gran kommando que le decían Steyr. Allí estaban las grandes fábricas de armamento de guerra: tanques, cañones y todo eso. Había unos 500 ó 600 en ese campo. Había de muchos países: polacos, alemanes, españoles… Yo me encontraba muy agotado. Y le dije a uno de los amigos que me quedaban: «Me marcho al campo central» Todas las semanas venía un camión y cogían a los que estaban muy agotados y los llevaban al campo central de Mauthausen que estaba muy lejos, a ciento y pico de kilómetros.”

Juan Blas conoció las tétricas instalaciones del “campo ruso” donde a los deportados inutilizados para el trabajo, a los desahuciados, se les dejaba a su suerte para ser exterminados. Era la antesala de la muerte que sólo pudo superar por razones del azar:

“Llegamos al campo de Mauthausen y nos llevaron a un pequeño campo que estaba al lado, a unos 200 ó 300 metros, que le decían el ‘campo ruso’. Allí nos llevaron, no solamente a mí, en el camión había al menos 15 ó 20. Y estando en una pequeña cama que era un saco con paja, al lado mío había otro español que dijo: «De aquí no podemos salir, todo el que entra en este campo, sale con los pies por delante pare ir al crematorio. De aquí no nos podemos salvarnos» Bueno, pues no podíamos hacer nada, la vida se terminaba ahí. Dos días después, un comandante de la SS que era médico, llegó con todos los médicos deportados. Había españoles, franceses, checos, 10 ó 12 médicos. Había un checo que era muy grande, muy fuerte, pesaba por los menos 120 kilos, también había secretarios en una gran mesa a la entrada de la barraca. El comandante estaba de pie y había dos secretarios que escribían con la máquina y cogían los números, nombres, la edad y todo lo que teníamos.

En el segundo o tercer día llegó mi turno de pasar. Una persona te pasaba algodón con alcohol por el brazo y otro te picaba la inyección. La inyección era de gasolina y dos horas después estaba en la puerta de la barraca, fuera en la puerta, en un pilar, como si apilaran madera. Y después venían con los carros, los paisanos, los campesinos, y los llevaban directamente al crematorio.

Como iba diciendo dos días después me llegó el turno, me llamaron por la matrícula, no por el nombre porque allí no existía el nombre. Me llamaban y yo no contestaba y un amigo que estaba al lado mío me dice: «Tienes que responder, eres tú» Yo dije: «Yo no respondo, hombre» Y no me puse en la fila, estaba de pie al lado, pero no la seguí. La fila se cortó y vinieron tres médicos y me dijeron: «Vamos que eres tú y tienes que marcharte. Están poniendo unas inyecciones y vas a trabajar fuera» Y les digo: «No me engañéis» Entonces ellos dicen: «Que va a venir el comandante y te va a matar» Claro, y dije: «Pues déjalo que me mate, no puedo vivir más y sé que mañana por la mañana estoy como los amigos, en la puerta de la barraca para ir directamente al crematorio»
El comandante viendo que se cortaba la fila, con la pistola en la mano vino a mi altura, y un médico francés se puso delante de él, con dos cojones, porque teníamos todos la vida perdida, y le dice: «Es un español que ha estado en el ejército francés y nunca se ha puesto inyecciones y quiere mejor que usted lo mate que no ponerse inyecciones» Este señor (el comandante) me coge por el brazo izquierdo y me dice en alemán: «¿Eres capaz de trabajar?». Yo le dije que sí y me echó fuera de la fila y me mete en la cama otra vez.

El comandante cuando terminó la cuenta de los que tenía que matar, se marchó. Y los médicos deportados se quedaron allí para ayudar a sacar fuera a los muertos. Y enseguida que se marchó el comandante, vino el médico checo, gran especialista, y otros médicos, un español, un francés y otro que no se del país que era, y me pusieron una inyección. Yo les dije: «Me habéis matado». Y el checo me dice: «No, no te hemos matado, te vamos a salvar, porque lo que ha pasado hoy no ha pasado nunca, así que haremos lo posible por salvarte. Mañana por la mañana con esta inyección te llevaremos al campo central».

Cuando me pusieron esa inyección tenía las manos, las orejas, la boca, brazos y pies, parecía que todos los extremos de mi cuerpo eran más dulce que el azúcar. Como me dijeron los médicos, el día después me llevaron al campo central.”

Nuevos destinos, a veces más livianos, más llevaderos dentro de lo que cabe, mitigaban en parte una de las peores epidemias que afectaba al común de los deportados: el hambre. El hambre hacía estragos, devoraba la integridad de las personas, pero la dignidad emergía como elemento consustancial a los republicanos españoles contemplando hermosos gestos de humanidad como los que descubre Juan Blas.

“En el campo central tenía que ir a trabajar y me llevaron con un grupo en el interior del campo que guardaban los cochinos, 10 ó 12 cochinos que estaban muy gordos, debido a que los alimentaban con las sobras de las comidas de la SS. Con tal de no dárnoslas a nosotros se las daban a los cochinos. En ese grupo había dos españoles. Uno limpiaba los cochinos y el otro se preocupaba de ir a por la comida con un pequeño alemán que era el jefe. El hombre tenía 65 ó 70 años. Me dice uno de los españoles: «Te tienes que marchar con nosotros. Vamos a salir del campo a las cocinas de las SS para traer la comida para los cochinos» Yo dije: «Yo no puedo ni mantenerme de pie, cómo voy a trabajar» Dice: «No te preocupes» Y una vez que salimos del campo, había unos grandes termos que cabían 150 ó 200 litros y entre dos amigos me pusieron con dos termos que estaban casi vacíos, y eran éstos los que me sujetaban a mi de pie. Entramos otra vez en el campo, nos contaron los guardias de la puerta al igual que cuando salimos. Llegamos a donde estaban los cochinos el pequeño alemán, el viejo era muy simpático, como nos tapaban las calderas, nos dijo: «Ahora podéis comer lo que queráis» Y le digo: «Si, pero yo no tengo ni cuchara» Y dijo: «Arréglatelas como puedas». Y con la mano me comí seguramente dos kilos de carne, de patatas, de todo lo que había. Después nos llevaron a la barraca número doce, donde yo vivía. En esa barraca había cinco españoles que trabajaban en la cocina. Ellos comían en la cocina de los deportados, porque los cocineros que trabajaban en las cocinas de las SS estaban muy controlados y no podían traer absolutamente nada al campo. La comida que se traían a la barraca los cocineros era para ellos, pero nos la daban para nosotros, para los más debilitados. En el sitio de los cochinos me pesaron y nunca olvidaré el peso que tenía que era de 37 kilos y 250 gramos. Y allí con los cochinos estuve un mes aproximadamente porque no teníamos conocimiento, ni podíamos calcular el tiempo, ni sabíamos en el día en que vivíamos.

Quince días después de lo de los cochinos, un comando se organizó, para ir a cortar leña, esto fue a mitad de 1944. Ya estaba yo un poco más fuerte después de estar con los cochinos un mes. Había cogido al menos 15 kilos más a fuerza de comer como un salvaje. La primera noche que pasé en la barraca 12 me pusieron a comer espinacas con patatas y yo me comí seguramente cinco kilos, creía que estallaba, pero siempre tenía hambre. Y cuanto comía, más hambre me entraba. Cuando me nombraron para ir a ese comando, en el segundo grupo, porque tenía que marcharme de los cochinos, y otro que venía agotado cogía mi plaza, naturalmente.

En ese grupo íbamos en el día y veníamos por la noche. Íbamos a la estación y cogíamos el tren. Donde llegamos había muchos árboles caídos, a causa de la aviación o por el mal tiempo. A continuación cortaban los árboles y lo rodaban por la nieve hasta la rivera del Danubio. Allí estuvimos todo el invierno del 44. En este grupo había un alemán que era el cabo, un polonés y los demás éramos españoles. Y el cabo con el polonés, que hablaba bien el alemán, y un guardia iban a todas las casas de campo, llevaba la ropa de todos los judíos que sacábamos y traía huevos, trozos de cerdo y una bebida que le decían schnapps. Y por la noche cuando llegábamos al campo, pasábamos todo eso. Yo pasaba cachos de tocino en los brazos, otros los huevos y la bebida.

El tiempo que estuvimos cortando la leña, el jefe que teníamos, tenía cuatro soldados, querían que un jovencito español hiciera el fuego y yo, como tenía siempre la cabeza por delante, le dije que era yo el que hacía el fuego. Buscaba las ramas secas y hacia varios fuegos, para cada soldado uno, y el sargento tenía un fuego enorme delante.

Esto fue el primer día, después yo escarbaba el fuego y la brasa y enseguida empezaba a marchar otra vez. Allí estuve muy bien, no tenía que cortar leña, y me dedicaba a hacer fuego. A las 12 ó 12,30 los soldados y el sargento se ponían a comer lo que tenían, pero nosotros como no teníamos nada pues no podíamos comer. Me puse a arreglar los calcetines de mis compañeros, con la lana que desbarataba de los jerséis. Y uno de los soldados me vio hacer esto y llamó al sargento. Al día siguiente me trajo sus calcetines y para la lana me dio un jersey que estaba mejor que el que yo tenía encima. Le arreglé los dos pares de calcetines en el día. Los soldados también me dieron los suyos y todos los días estaba arreglando calcetines. Ellos comían cojonudamente, no tenían frío.

En todos los puntos donde trabajaban los españoles, en la cocina, carpintería, siempre guardaban la mitad de su comida para nosotros, los más decaídos.”

Juan Blas pudo ser testigo de un hecho histórico: la liberación del campo en mayo de 1945. Ponía fin al horror que se iniciaba nueve años antes con la guerra de España:

De esa forma pude llegar a 1945, fecha en que llegaron los americanos. Un tanque y dos camiones entraron por la puerta principal del campo y después se tuvieron que marchar porque la tropa estaba muy lejos todavía. Nos dijeron los americanos que cogiéramos todas las armas que pudiéramos para defender a los que estaban muy decaídos, muy agotados. Estuvimos con esta actividad del 5 de mayo al día 29 de ese mes. Porque las SS estaban por los campos escondidos. Los franceses fueron los primeros que se montaron en unos camiones con dirección a Linz, donde se encontraba el campo de aviación. Después fuimos nosotros los españoles. En Linz estuvimos un día y una noche porque había 10 ó 12 aviones americanos que nos trajeron a Francia. Unos a Marsella, otros a París y a otros sitios. Yo con el mismo amigo que tenía siempre cogimos el avión y nos llevaron a París. En el campo de aviación desembarcamos del avión, nos pusieron los honores. Había una compañía de soldados, un general, además de muchos oficiales. Y allí teníamos los autobuses que nos llevaron al centro de París. Fuimos al Hotel Lutecia, en él desinfectaron la ropa, a nosotros y nos dieron ropa nueva. Esto era todo organizado por la Cruz Roja. Allí estuvimos cuatro días. Después nos llevaron a una casa de descanso y allí estuvimos un año seguramente. Me puse a trabajar en una fábrica de sidra alrededor de cuatro años.
Ya teníamos la comida y ropa gratuita, además de que todas las semanas recibíamos paquetes para los deportados.”

Juan Blas de la Corte Gómez rehizo su vida en el país vecino donde habita actualmente su mujer Pierrete y su hijo. Murió en la ciudad de Chantonnay en 1999.